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13/5/08

Auxiliador de difuntos

Fuerte como el cedro de los féretros, así es la voluntad de Don Julio Hidalgo, fundador de la funeraria de Grecia. Aquí la historia de un hombre que dedicó su vejez a ayudar.

Sofía Guerrero Aguilera

¡Ploc! ¡Ploc! La lluvia cae sobre el camino en una tarde de invierno como cualquier otra. A lo lejos se escuchan pasos, pies que se hunden en los charcos y avanzan lentamente. Un grupo de hombres carga al hombro con una caja larga de madera, la familia del difunto sigue el cuerpo entre lamentos, bajo un cielo que inclemente se deshace en lágrimas también.

La triste imagen de los dolientes acompañando al "finado" a su lugar de descanso, quedó grabada en el corazón de don Julio Hidalgo en el año 1978 y tiempo después lo conduciría, a sus 71 años, a crear la funeraria comunal de Grecia.

Un horario de medicinas en la mesa de la casa habla del delicado estado de salud de don Julio, quien a sus 97 años, no recuerda muchos detalles de su vida pero ciertamente no se ha olvidado de cómo reír con la alegría contagiosa de un niño. "Qué tirada estar uno enfermo… ¡Nada como ir bailar a Puntarenas! ¡Ja,ja,ja!".

Nacido el 12 de junio de 1911, a don Julio le sentó muy bien en la vida lo de preocuparse y ayudar a los demás. Es más, lo de compartir le viene desde el vientre pues fue hermano gemelo. Su familia recuerda que con él "era todo para la calle". Esas ganas de ser útil lo llevaron a colaborar con la junta de la funeraria, el asilo de ancianos y el cementerio.

Todo por un carro

-"¡Ay papá lo que se pone a pensar! ¡Eso no se puede hacer!".

Su hija Ana fue sólo una de las personas que jamás pensó que un proyecto como la funeraria pudiera realizarse en una época donde, según cuentan, no había plata para nada. Él guardó silencio, pero no enterró el proyecto.

Dejando de lado las críticas y el escepticismo, don Julio logró convencer a un par de amigos de la necesidad de una carroza fúnebre, sobre todo para la gente más humilde. Y así en mayo de 1980 forman una comisión con el objetivo de brindar los servicios fúnebres sin fines de lucro a todos los habitantes del cantón; siguiendo la regla que su fundador ha practicado sin cansancio: "amar al prójimo como a sí mismo".

Levantándose de su silla, don Julio camina hasta mí arrastrando los pies. Inclina su cabeza esforzándose por escuchar mi pregunta.

- ¿Quién le ayudó a fundar la funeraria don Julio?

Con una sonrisa que le ilumina la cara, don Julio apunta con el índice hacia arriba y después de un rato contesta "Dios, solo Dios".

Por meses él y sus amigos tocaron puerta por puerta las casas de vecinos, tratando de hacer que creyeran en el proyecto. Al cabo de un año habían recaudado 20 mil colones y al fin compraron una Chevrolet Impala, bendecida y puesta en servicio el día de los santos difuntos de 1982. Ahora la húmeda escena del funeral, presenciada por don Julio años atrás, no tendría que repetirse más.

Pero el sueño y el trabajo de don Julio y sus compañeros no se acaban ahí. Su idea maduró, fue alimentada por la perseverancia y se transformó en una bendición para toda la comunidad griega. Al contemplar hoy el edificio que alberga el servicio de dos capillas, cuatro carrozas y el taller de cajas mortuorias, es difícil imaginar que todo comenzó por un carro y que después de 26 años, al igual que don Julio, la asociación aún conserva su carácter solidario.

Aunque la edad y enfermedad ya casi no lo dejan salir de su casa, continúa preocupándose por todo: por si se venden o no las cajas, por el estado de los carros, por el trabajo en el taller, por lo ingresos y los gastos a cubrir… Pero ante todo, don Julio continúa preocupándose por auxiliar a aquéllas familias que no tienen dinero para enterrar a sus seres queridos y por eso sus compañeros de trabajo lo inmortalizarán como el miembro de la junta que corría a donar el servicio fúnebre.

Con espíritu fuerte como el cedro y una alegría que a pesar de los años no lo abandona, don Julio hace esfuerzos por reconocer las palabras y los rostros de las personas que lo rodean. Ahora pasa el día sentado en su mecedora, envuelto en una maraña de oraciones, anhelos de salir a caminar y de los recuerdos que el tiempo aún no le ha robado. Revestido del amor de su familia, de las atenciones de doña Emilce, su esposa desde hace 66 años, y de los chineos que sus nietos le dan, don Julio espera el momento inevitable en que dará un último viaje en la carroza por la que luchó tantos años.

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